“Querida Cecilia:
Hola, vengo a romperte el corazón…”
-Mucho me temo, que al final de mis sentimientos, será ella
quien me rompa el corazón a mí. ¿Cómo podría, pues, un ser cercano a la
perfección, amarme a mí, que soy solo un hombre? Ella, con su gracia de mariposa
y su sonrisa primaveral que me templa el corazón al recordarla en los fríos
días de invierno. Además, a veces no es bueno ser tan sincero con una dama,
porque a las damas de hoy no les importa en absoluto si un muchacho tiene el
corazón de caballero o es un embustero inmoral. Pareciera que a ellas les
gustan las mentiras, las promesas falsas y que jueguen con sus sentimientos en
cuanto están atrapadas en las redes de los abominables que las engañan con palabras
dulces y besos sin sabor. Sin embargo, mi tierna dama no es de esas, ella es
suave, como el rocío matinal; verdadera, como las flores de los tréboles en los
prados de la vieja tierra del Éire. Ella…
El poeta giró sobre
sí al escuchar el crujir de la ventana que quedaba frente a la silla y al papel
con pocas líneas negras escritas con tinta aún sin secar. Quedó sorprendido al
darse cuenta de que se había levantado a mitad del soliloquio y había comenzado
a caminar en círculos.
-Ya me cansaste con esos largos discursos nocturnos sobre la
belleza sin igual de la joven Cecilia, ella debe sentir en sus huesos la
intensidad de tus pensamientos. No me sorprendería que en sus pesadillas las
protagonistas fueran tus gafas. Alguna que otra vez podrías hablar sobre
fútbol…o sobre caracoles, son bonitos también, mi hermano se comió uno el otro
día, dijo que saben a pollo.
El muchacho dejó
escapar un suspiro, se quitó los anteojos, los limpió con el fino paño de su
camisa y se los volvió a colocar. Enfocó su mirada en los grandes ojos de la
luna que había entrado dejando detrás de sí a la noche oscura y a las estrellas
solitarias. Le sonreía como el primer día que la vio entrar, sin pedir permiso,
por la abertura que dejaban las persianas abiertas en la pared.
El poeta nunca había tenido amigos en los que confiar ni
parientes a por los cuales sentir afecto, excepto la tía Julieta, que lo había
acogido en su casa para que él tomara nuevos aires y estuviera más cerca de la
Universidad. Es por eso, por la falta de contacto con personas, que se sintió
horrorizado al encontrarse con una figurilla graciosa que lo contemplaba cuando
entró a su habitación luego de tomar un baño, dispuesto a descansar.
-No estaría mal que le pongas rejas a esa cosa- dijo ella
señalando a la ventana-, se te pueden colar los gatos del Señor García y
llenarte el colchón de pelos.-la niña le tendió una mano- Soy Mey, pero podés
decir que soy la luna, me gusta salir después de que se esconde el sol aunque
eso no le agrade en absoluto a mamá.- El poeta le correspondió el saludo y en
ese momento comenzó a saber lo que era la amistad.
Desde esa noche, la luna venía a menudo a interferir los
pensamientos del joven que a veces no lograba conciliar el sueño por imaginar a
una chica real.
- Es que necesito decirle, ella tiene que saber.
Se sentó y escribió.
“Cecilia:
Hola. Me
gustaría saber en qué piensa tu mente, y decirte que no pasa un día en el que
no piense en vos, en lo perfecta que sería la vida si me dejaras darte tanto y
cuanto quieras, cuidarte y comprenderte. No estoy seguro de que en el mundo
pueda existir alguien más loco que yo, capaz de amarte con el alma y corazón al
punto de pensar en vos más que en mi, al punto de desear tu felicidad más que
la mía, de imaginar tu sonrisa y ser feliz. ¿Tuviste la experiencia de que
alguien te llene de miel los oídos (no literalmente, eso sería repugnante), que
te diga muchas cosas sobre el amor, y aún así tu corazón sintiera que una pared
áspera estaba tratando de acariciarlo; y que alguien más, con una mirada, te
elevara el alma a los cielos como con una ráfaga de aire? ¿Que las ilusiones
son reales cuando escuchás su risa y el mundo exterior no importa cuando pensás
si le gusta más el queso o la manteca? Debo decirte, Cecil…”
-Debo decirte que sos cruel.-La luna alborotó el cabello del
muchacho y se fue por la ventana, algo desilusionada.
El poeta perdió el hilo, arrugó la hoja y la dejó caer en el
suelo. En la esquina de una hoja ya escrita anotó “Ceci. Hola. ¿Cómo estás?”
<<No puedo creer que haya olvidado hacerle la pregunta
de rigor, las mujeres son criaturas extrañas>>.