Piensa mal ¿y acertarás?
“Se
reafirma la fe en los derechos fundamentales del ser humano, en la
dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos
entre los hombres y las mujeres y de las naciones grandes y
pequeñas.”
Carta
de San Francisco
Era una tarde pesada. Por la calle,
frente a la plaza, una mujer caminaba serena. De la mano llevaba un
niño con atuendo de preescolar.
La pareja no era particularmente
llamativa, pero las chusmas que estaban sentadas mirando a los que
pasaban no pudieron quitar sus ojos de los grandes manchones de
sangre que la madre tenia en la parte superior del vestido.
-Le habrá pegado el marido - se
aventuró a decir una -, por eso va por el camino que lleva a la
comisaría. Irá a denunciarlo -sentenció levantando ambas cejas y
moviendo la cabeza al ritmo de sus palabras.
Las otras cinco coincidieron con la
idea y se revolvieron en sus asientos. Y sí, así estaba el mundo.
Ya no se podía confiar en los hombres. Seguramente la había
abandonado durante el embarazo y ahora ella había ido a reclamarle
la mantención que tenía atrasada desde hacía meses. Él, bestia
inmunda, rechazando las súplicas de la pobre miserable y el llanto
del niño inocente, la había golpeado con la hebilla de algún
cinturón, o con sus propias manos. Así está el mundo, dijeron, ya
no se puede confiar en los hombres.
Sin más dilación, formaron una
asamblea en la que decidieron ponerse a favor de la víctima.
Corrieron a sus casas, no había tiempo que perder. Los teléfonos de
todas las señoras del vecindario sonaron. Todas atendieron. Todas se
comprometieron con la causa: basta de hombres indiferentes,
violentos, abusivos, traidores, infames. La misión era una: la
igualdad. La estrategia era coherente: llegar a la comisaría con
carteles y pancartas que expresaran el repudio hacia ese hombre
anónimo que le había amoratado el ojo a la joven que cruzaba la
calle. Todas estaban cansadas del machismo descarado de la sociedad.
Había que hacer algo, ya había caído la gota que rebalsara el
vaso.
La mujer y el niño conversaban. Ella
le explicaba el porqué de algunas cosas. Él entendía y sonreía
haciendo crecer el vínculo de estrecha complicidad. Los dos
caminaban a la par por la calle recta que llevaba al edificio gris,
escuchándose, mirando pájaros, pateando piedritas, sin prestar
atención al rostro de la madre, sin prestar atención a que cada vez
se hinchaba más la piel debajo del ojo derecho.
Las chusmas, un ejército de mujeres
furibundas, se habían reunido en el lugar convenido por teléfono.
La mayoría traía carteles de protesta que habían nacido a lo largo
de los años y que rezaban mensajes llenos de rabia y rencor.
- No se puede confiar en los hombres
-repetían.
-Nos enclaustran en nuestras casas,
¿¡Qué casas!? ¡Celdas! Y cuando queremos salir nos pegan, coartan
nuestros derechos - gritaba doña Clementina con su voz aguda,
mientras encendía el motor del vehículo que llevaría al comité
hacia la comisaría.
- No respetan nuestras opiniones, se
creen los dueños de la verdad - afirmaba doña Casandra, mientras
tomaba con sus manos regordetas el asta de una bandera rosa.
- Sí, eso no puede ser. Somos tanto
¡o más! valiosas que ellos. Si no fuera por nosotras no podrían ni
nacer - vociferaba doña Juliana, que era madre de cinco varones y
esposa y ex de tres maridos.
El sol bajaba despacio, pero los
ánimos estaban agitados. El evento improvisado iba tomando forma. Un
grupo de camionetas estacionaba en las puertas de la comisaría y las
mujeres salían de los móviles como hormigas enojadas después de
que alguien pisoteara su hormiguero. Era entendible su malestar.
Todas estaban cansadas de que los hombres hicieran el trabajo pesado.
Ellas también querían ensuciarse las manos de lodo. ¡Qué
importaba la manicure! Querían la igualdad. Que ellos también
cocinen, que sean estilistas, que se vistan de rosa y queden
ridículos, que sufran los dolores del parto y que puedan hacer dos
cosas a la vez. Basta de la tortura de la depilación, basta de la
rutina del hogar, de las mismas telarañas, de los mismos cúmulos de
polvo, basta de las telenovelas mexicanas. ¿Que las mujeres no eran
aptas para los cargos públicos? Pero si al fin y al cabo eran ellas
las que administraban el dinero, los recursos, la economía
doméstica. ¿Quién había dicho que gobernar una casa y un país no
eran lo mismo? El país ganaba un poco en extensión, nada más.
Ellas habían nacido para algo más que para lucir bellas. ¿Qué
tenía que ver que no rindieran bien los exámenes en la universidad
con su capacidad cognitiva? Seguramente los profesores las
desaprobaban a propósito, por pertenecer al sexo débil, por
despreciar la vastedad de su inteligencia, por la idea descabellada
de que una falda entallada y un elevado coeficiente intelectual nunca
fueron la combinación acertada. Pero eso estaba a punto de cambiar.
Ya iban a ver ellos. No iban a mantenerse sumisas ni silenciosas,
acatando órdenes como siempre. La trompeta iba a sonar. La igualdad
estaba próxima. La revolución, a punto de estallar.
El paso de la mujer herida frente a la
comisaría y el levantar de carteles se sincronizaron en el mismo
segundo. Hubo sorpresa en ambos lados. Un lado se sorprendió por la
muchedumbre, vamos, hijito, y prosiguió su camino. El otro miró
estupefacto a la pareja que no se detenía para denunciar el
maltrato, la habrán amenazado, sigámosla para convencerla de que no
guarde silencio ante la violencia. Las chusmas dejaron que la pareja
siguiera su camino unos cuantos metros, después iniciaron una
silenciosa procesión para ver dónde irían a parar las víctimas
del horror. La mujer le dijo al niño que ya se hacía tarde para la
merienda, que se apuraran un poco, que no les prestara atención a
los carteles con las imágenes de hombres amputados que traían
consigo las mujeres que venían atrás.
Nadie hubiera podido evitar sonreír
viendo a esa adorable pareja en un día normal, un día en el que el
ojo derecho de la madre no estuviera deformado por la hinchazón.
Ella, de estatura mediana, cabello rizado despeinado por la brisa
otoñal, los vestidos con colores rimbombantes, sonriendo siempre.
Él, destilando simpatía por todos los poros de su cuerpo,
aferrándose a las manos de mamá con sus pequeñas manos, hablando
palabras, descubriéndolas, desgajándolas por las ventanitas vacías
de los dientes que iban cayendo de su boca. Sus pasos iban al compás
de la charla.
-¿Chocolate, mami?
-Sí, amor, chocolate con esas
galletitas de vainilla que a vos te gustan tanto.
Caminando se fueron lejos de la
comisaría, siempre por la misma calle, aunque a esta altura parecía
no ser la misma. El asfalto había dado lugar a un sendero cubierto
por gramilla seca. Los edificios grises habían cambiado por unas
casas pequeñas que se acomodaban arbitrariamente a la orilla del
camino. Los árboles sexagenarios regalaban generosamente la sombra
que el centro de la ciudad mezquinaba. Los vecinos de esa zona se
sorprendieron cuando vieron la procesión: una mamá y un hijo
caminaban, los seguía un grupo de 30 mujeres mudas y ofuscadas, que
gesticulaban y hacían aspavientos con las manos tratando de invitar
a más personas a la protesta. Las que miraban por las ventanas
entendieron. ¿Quién no lo hubiera entendido? El rostro de la madre
tenía signos de haber sido brutalmente lacerado, la turba, con sus
carteles, tenía signos de compadecerse de la víctima y eso
explicaba el motivo de la marcha. Nada que añadir. Un grupo más de
mujeres se unió a la causa, incluso las que no tenían protestas
contra los hombres. Todas querían cooperar así que tomaron los
carteles y marcharon, aun sin saber del todo el porqué.
Cincuenta metros hacia el norte, había
una casa que cortaba la calle. Se levantaba despareja: de un lado
había una construcción de dos pisos donde parecía habitar una
familia. Del otro, un cobertizo que funcionaba como taller. En ese
lado, un automóvil con el capó levantado. Entre el capó y el
motor, un hombre.
-¡Laura!- gritó una figura barbuda
con las manos engrasadas mientras salía corriendo desde la
oscuridad.
Ahora sí, pensaron las chusmas y las
vecinas que conocían al hombre con aspecto desgreñado, estos
infelices vinieron a la boca del lobo. Algunas sacaron sus celulares
esperando documentar las escenas violentas que llenarían horas y
horas de debate televisivo. Levantaron banderas al mismo tiempo que
se producía el encuentro entre la mujer y el que había ido
corriendo hacia ella.
-Laura- susurró, mientras se detenía
frente a su esposa y posaba con una ternura infinita una mano
gigantesca sobre el cutis herido de ella - ¿Qué te pasó? ¿Quién
te hizo esto?
Ella hizo una mueca de extrañeza.
Había olvidado lo que le había sucedido hacía media hora cuando
salía del jardín de infantes.
-No te preocupes, Adrián, no es nada.
Cuando salimos con Pablito del jardín, unos nenes estaban intentando
cazar una paloma. Tuve tan mala suerte que el gomerazo de uno de
ellos fue a parar en mi cara. Sangró un poquito, pero estoy bien
-dijo sonriendo.
El niño contó con lujo de detalles
cuántos eran los cazadores, cómo se llamaba la paloma, cuál fue la
palabrota que dijo la maestra y qué fue lo que pasó en el camino.
Después preguntó si podían preparar el chocolate porque la
caminata le había dado hambre y los tres entraron al hogar.
Se supo que las chusmas volvieron
mustias a sus casas, con los rostros como si fueran tomates maduros.
Nunca se volvió a mencionar este tema, pero todos sabían por qué
Adrián se había convertido en el mecánico más recomendado en todo
el pueblo.
FIN
Espero que les haya gustado y que los deje pensando. Lo terminé de escribir el 11/05/15. Muchísimas gracias por leer.