La Terminal
Cerró los ojos mientras él le decía:
-Pueden pasar tres mil años...
-No quiero pasar un solo día lejos de vos-
interrumpió ella, apretando los párpados con fuerza, intentando
resistir el impulso de largarse a llorar.
La terminal estaba repleta de gente, pero
la intimidad se hace siempre de a dos y ellos estaban con los
corazones al aire libre.
-Puedes besar otros labios...
-¿No entendés que no quiero que te
vayas?- le miró la cara rubia, los ojos de agua.
-Pero nunca te olvidaré -le dijo él,
pasando el dorso de su mano por el surco húmedo, irregular, que se
había dibujado en la mejilla de Eugenia. Una lágrima había muerto.
Como relámpagos venían los momentos
vividos. Como flashes de fotografías viejas. Sombras del ayer
iluminadas por los reflectores de la realidad. Tanto tiempo, tanta
memoria compartida, tantas promesas rotas y ese momento de
desilusión.
Con la voz quebrada pudo articular:
-No te gastes en palabras bonitas. Vos me
vas a olvidar y yo voy a ser la pelotuda que siempre va a volver a
esta terminal de mierda -escupió las palabras-, como Penélope, como
la loca de San Blas -qué idiota te hace el amor, pensó. Idiota no,
humano.
Se habían conocido varios años atrás,
cuando todavía iban a la plaza a comprar algodones de azúcar.
-Deme uno rosado.
-Yo también quiero uno rosado -dijo
ella, agitada porque había venido corriendo de la otra punta cuando
vio que el carro del hombre de delantal blanco se acercaba.
-No tengo más, te doy uno amarillo si
querés -el vendedor levantó los hombros en un gesto de resignación.
No siempre se tiene lo que se quiere.
-No, mejor deme el amarillo a mí y yo le
doy el rosado a ella -dijo el niño que había llegado primero, y la
miró con unos ojos grandes. Ella pensó que de ese color debería
ser siempre el cielo.
No fueron necesarias las palabras para
agradecerle porque todavía estaban en la edad de decirse gracias con
una sonrisa e invitarse para ir a jugar.
Y fueron a jugar y jugando crecieron, y con
ellos creció la amistad. Una amistad teñida siempre de sentimientos
profundos que, en la adolescencia, dieron paso a algo igualmente
grande, al amor.
-¿Cómo olvidar tu locura? ¿Cómo olvidar
que volabas? -dijo él, mientras la operadora anunciaba la llegada
del colectivo esperado al andén, y a Eugenia se le vino a la mente
esa vez que imaginaron que estaban en París.
Embriagados de endorfinas salieron a
caminar. Les parecía que todas las personas les sonreían y eran
buenas. Era una tarde, ¿te acordás? Me llamaste diciendo que
estabas desesperado. No habías colgado y yo ya estaba saliendo para
tu casa, dejando todo lo que tenía que hacer por verte. No era
normal que estés así, no eras como yo, no te permitías momentos de
debilidad.
Tus viejos estaban a punto de separarse
pero te dije que eso no importaba, que el dueño de tu historia eras
vos y no tenías que hacer lo mismo que ellos no más. No repetir sus
errores. Y me dijiste que no, que no ibas a ser igual porque nunca me
ibas a dejar. Te creí porque me diste un beso y un abrazo infinito
que todavía me está quemando la piel, y dijiste, como siempre, que
todo iba a estar bien.
Salimos a caminar un poco para despejarnos.
La tarde estaba nublada, como tu corazón, pero me pediste que te
haga reír para que se te pasara el dolor. Eso hice. Te conté que
estábamos en París, que los borrachos de la esquina de tu casa eran
de esos mimos franceses con el acordeón chiquitito, los imité y me
dijiste que no fuera tan ridícula. Me diste otro beso y yo volé. Te
agarré de la mano y te llevé corriendo a nuestra plaza. Ya no
estaba el señor de los algodones, pero ¿te acordás? nos fuimos a
la calesita grande y empezamos a girar como locos. Ahí sí te
reíste.
Veo tu risa. Te juro, se te dibujaba en las
arruguitas que se te formaban al lado de los ojos. Te decía que ya
parecías un viejo, pero en realidad me gustaban. Te salían
chispitas de la cara cuando reías de verdad. No te vayas.
- Pueden robarme tu historia, pero nunca te
olvidaré...
Eugenia respiró hondo, sintió su perfume
y supo que él todavía estaba ahí. Y a la vez no estaba, porque ya
tenía las maletas en la mano y la operadora repetía el llamado al
andén número catorce. Suspiró. Sabía que ya no se iban a volver a
ver. Lo sabía y no lo sabía. Por eso volvía como pelotuda, cada
veintiocho de octubre, a la terminal donde se habían despedido.
Ella
estaba estudiando para un examen cuando él le dijo que tenían que
hablar, dos
semanas antes del adiós. La sangre galopó por su cuerpo y pensó
que tenía más venas de las que creía. Se vieron una hora después
en su lugar sagrado, se saludaron como si fueran dos extraños
-siempre se trataban así cuando tenían que hablar cosas
importantes-, y fueron a sentarse en el banco de siempre, en el que
habían compartido innumerables tardes dando de comer a las palomas,
criticando a los que iban a caminar o riéndose de los niños que
estaban aprendiendo a patinar y se caían a
cada rato.
Que te ibas de voluntario a una zona de
riesgo, dijiste. Que era lo que tu corazón te pedía desde hacía
años. Que no me lo dijiste antes porque sabías que me iba a poner
mal. Que disfrutemos estas semanas y después será lo que tenga que
ser. Te abracé. Quería
matarte, hacer que te duela el cuerpo como a mí me dolía el alma.
No pude más que sonreír, felicitarte por tu corazón generoso y
desearte lo mejor, pensando que lo mejor era que te quedaras conmigo.
El día de la despedida, Eugenia quiso
ahorrarse las lágrimas, pero no las pudo contener. Se le
desbordaron, le bulleron
a borbotones desde los ojos cansados mientras él se iba hacia el
andén. En la última mirada articuló, con
los labios mudos,
un “nunca te olvidaré”.
-Si me quería más que a vivir, Enrique,
ya debe estar muerto.
La canción terminó. Eugenia abrió los
ojos y vio que cada vez había menos gente. Otro
veintiocho y él no estaba, pero el
mismo amor le seguía trepando por las piernas cuando alguna melodía
se empeñaba en hacerla recordar. Se
levantó del asiento frío, más frío por haber sostenido el peso de
una soledad inaudita, y se fue triste. Pensó
una vez más que ella también debía romper su promesa y pedirle
a Dios que la ayudara a olvidar.
Jandra, 14/06/15
Muy lindo
ResponderEliminarvoy a darle tu cuento a mis alumnos y lo amarán!
ResponderEliminarNo se lo puede compartir por facebook?
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